El castillo de San Servando
Me llamo Carlos y junto a cuatro amigos decidimos pasar una noche en el castillo de San Servando, una antigua fortaleza medieval situada en las afueras de Toledo. Siempre nos ha gustado el misterio y la aventura, y cuando nos enteramos de que el castillo estaba abandonado y que se decía que estaba encantado por un fantasma, no lo dudamos ni un momento. Queríamos comprobar por nosotros mismos si era verdad o no, y además pasar un buen rato juntos.
Los otros cuatro amigos eran: Ana, mi novia desde hace dos años; Luis, mi mejor amigo desde la infancia; Marta, la hermana menor de Luis; y David, el primo de Ana. Todos tenemos entre 18 y 20 años, y estudiábamos en la misma universidad. Éramos un grupo muy unido y nos lo pasábamos genial cuando estábamos juntos.
El día que elegimos para ir al castillo fue un sábado de octubre. Hacía frío y el cielo estaba nublado, lo que le daba un aire más melancólico, triste y sobre todo tétrico al lugar. Llegamos al castillo en la destartalada furgoneta de Luis, que era el único que tenía carnet de conducir. Aparcamos cerca de la entrada principal, que estaba cerrada con una cadena y un candado. Por suerte, Luis había traído una cizalla y consiguió romper el candado sin mucho esfuerzo.
– ¡Vamos, chicos! ¡Esta es nuestra oportunidad! – exclamó Luis con entusiasmo.
– ¿Estás seguro de que esto es legal? – preguntó Marta con cierto temor.
– No te preocupes, Marta. Nadie nos va a molestar aquí. Además, ¿Quién se va a enterar? – respondió David con una sonrisa.
– Yo creo que deberíamos respetar el lugar. No olvidemos que es un monumento histórico – dijo Ana con sensatez.
– Tranquila, Ana. No vamos a hacer nada malo. Solo queremos explorar el castillo y pasar la noche aquí – le aseguré yo.
-Pues veremos qué nos encontramos – se resigno Marta.
Entramos al castillo por la puerta principal, que estaba abierta de par en par. Esto nos debería haber extrañado, pero seguimos adelante. Lo primero que nos llamó la atención fue el silencio que reinaba en el interior. Solo se oía el eco de nuestros pasos sobre el suelo de piedra. El castillo estaba formado por varios edificios conectados por patios y pasillos. Algunos estaban en mejor estado que otros, pero todos tenían un aspecto antiguo y deteriorado. Las paredes estaban cubiertas de musgo y grietas, las ventanas estaban rotas o tapiadas, y los techos estaban llenos de telarañas y agujeros.
– ¡Qué pasada! ¡Esto es como una película de terror! – exclamó David mientras sacaba su móvil para hacer fotos.
– Sí, pero no te separes del grupo. No sabemos qué puede haber aquí – le advirtió Luis.
– No te preocupes, Luis. Solo quiero tener un recuerdo de esta experiencia – dijo David.
– Prefiero no tener recuerdos. Esto me da muy mal rollo – se expreso Marta.
– Venga, Marta. No seas aguafiestas. Esto es una aventura – le animó Ana.
– Una aventura muy loca – murmuró Marta.
Empezamos a recorrer el castillo siguiendo un plano que habíamos encontrado en internet. El castillo tenía varias salas interesantes, como la capilla, el salón del trono, la biblioteca o la sala de armas. En algunas había muebles viejos y objetos curiosos, como cuadros, escudos o armaduras. En otras solo había polvo y escombros. Todo tenía un aire fantasmal y misterioso.
– ¿Os imagináis cómo sería vivir aquí? – preguntó Ana mientras entrábamos en la sala del trono.
– Sería una pasada – respondió David.
– Sería un horror – añadió Marta.
– Sería una aventura – comenté.
– Sería una locura – dijo Luis.
Nos reímos todos y seguimos explorando el castillo. Después de ver varias salas más, llegamos al patio central, donde había una fuente seca y una escalera de caracol que subía a la torre más alta. Decidimos subir a la torre para ver las vistas desde allí.
– ¡Vamos, chicos! ¡A ver quién llega primero! – exclamó Luis mientras empezaba a subir por la escalera.
– ¡Espera, Luis! ¡No corras! – advitió Marta. – Es un castillo abandonado y con zonas no en muy buen estado.
– ¡Venga, Marta! ¡No seas miedosa! – le respondió Luis.
– Yo no soy miedosa, soy prudente. – corrigió Marta.
– Pues yo soy valiente – afirmó Luis.
– Y yo también – añadió David.
– Y yo más – contribuí.
– Y yo la más – concluyó Ana.
– No es cuestión de valentía, es ser temerario. ¿Qué pasa si alguno mete el píe en un agujero y se dobla un tobillo por correr? – Nos cayó a todos Marta con esa pregunta.
Nos pusimos a subir por la escalera siguiendo a Luis. La escalera era estrecha, oscura, fría, húmeda y tenía muchos peldaños. Algunos estaban rotos o sueltos, y había que tener cuidado de no caerse. Confirmado las palabras de Marta. Mientras subíamos, oíamos el viento soplar por las ventanas y las puertas que daban a las distintas plantas de la torre. También oíamos nuestras propias respiraciones y risas nerviosas.
Cuando llegamos a la cima de la torre, nos quedamos boquiabiertos. La vista era impresionante. Se veía todo el castillo y sus alrededores, que eran un paisaje de colinas verdes y árboles. También se veía el río Tajo, que brillaba con el reflejo de algunos rayos de sol filtrados a través de las nubes. Al fondo, se veía la ciudad de Toledo, con sus edificios históricos y su catedral.
– ¡Wow! ¡Qué bonito! – exclamó Ana mientras sacaba su móvil para hacer una foto.
– Sí, es precioso – comenté mientras la abrazaba por la cintura.
– Es increíble – dijo David, inmortalizando el instante con un selfie que incluía el impresionante paisaje.
– Es espectacular – agregó Luis mientras se asomaba al borde de la torre.
– Es… es… – titubeó Marta mientras miraba a su alrededor con una expresión de terror.
– ¿Qué pasa, Marta? ¿Qué es lo que ves? – le pregunté yo.
– Es… es… ¡él! – exclamó señalando hacia a una de las ventanas de la torre.
Todos miramos hacia donde señalaba Marta y nos quedamos helados. En la ventana había una figura humana vestida con una armadura antigua y una capa negra. Tenía el casco puesto, por lo que no se le veía la cara, pero se notaba que nos estaba mirando fijamente. Era el fantasma del castillo.
– ¡Dios mío! ¡Es el fantasma! – exclamó Ana.
– ¡No puede ser! ¡Esto es imposible! – expresó David.
– ¡Esto es una broma! ¡Alguien nos está gastando una broma! – manifestó Luis.
– ¡Esto no es ninguna broma! ¡Es real! ¡Es el fantasma de San Servando! – aseguró Marta.
– ¿El fantasma de San Servando? ¿Quién es ese? – indagué.
– No lo sabes, Carlos. Es una leyenda que se cuenta sobre este castillo. Se dice que el fantasma de San Servando es el espíritu de un caballero templario que defendió el castillo contra los musulmanes en el siglo XIII. Según la leyenda, el caballero murió en combate, pero su alma no encontró la paz y quedó atrapada en el castillo. Desde entonces, vaga por el castillo buscando venganza contra los intrusos que osan entrar en su territorio – explicó Marta.
– ¿Y cómo sabes todo eso, Marta? – preguntó Ana.
– Lo leí en un libro sobre leyendas de Toledo. Me lo regaló mi abuela por mi cumpleaños. Ella es de aquí y conoce muchas historias sobre este lugar – respondió Marta.
– Pues yo no me creo nada de eso. Eso son cuentos para asustar a los niños. Ese que está ahí no es ningún fantasma, es alguien que nos quiere gastar una broma. Seguro que es algún amigo o familiar que nos ha seguido hasta aquí y se ha disfrazado para asustarnos – opinó Luis.
– Pues si es así, no tiene ninguna gracia. Yo me quiero ir de aquí ya – dijo Ana.
– Yo también – afrimé.
– Yo también – dijo David.
– Yo también – concluyó Marta.
Decidimos bajar de la torre y salir del castillo cuanto antes. No nos gustaba nada la situación y queríamos volver a casa. Empezamos a bajar por la escalera con cuidado, sin perder de vista al supuesto fantasma que seguía en la ventana. Cuando llegamos al patio central, vimos que la puerta principal estaba cerrada con la cadena y el candado que habíamos roto antes.
– ¿Qué? ¿Cómo es posible? ¿Quién ha hecho esto? – preguntó Luis sorprendido.
– No lo sé, Luis. Pero esto no me gusta nada – dije yo.
– Ni a mí – dijo Ana.
– Ni a mí – expresó David.
– Ni a mí – repitió Marta.
Intentamos abrir la puerta con las tenazas, pero fue inútil. El candado era nuevo y más resistente que el anterior. Estábamos atrapados en el castillo.
– ¡Esto es una pesadilla! ¡Estamos encerrados! – exclamó Ana.
– Tranquila, Ana. No te pongas nerviosa. Seguro que hay otra salida por algún lado – intenté calmarla.
– Sí, Ana. No te preocupes. Vamos a buscar otra forma de salir de aquí – le dijo Luis.
– Sí, Ana. No te asustes. Vamos a encontrar una solución – agregó David.
– Sí, Ana. No te desesperes. Vamos a escapar de aquí – concluyó Marta.
Nos pusimos a buscar otra salida por el castillo, pero no encontramos ninguna. Todas las puertas y ventanas estaban cerradas o bloqueadas por dentro o por fuera. Parecía que alguien o algo quería que nos quedáramos allí dentro para siempre.
Mientras buscábamos, empezó a anochecer y el castillo se volvió más oscuro y más frío. Tuvimos que encender las linternas para poder ver algo. También empezamos a sentir hambre y sed, pero no teníamos nada que comer ni beber. Solo teníamos las mochilas con los sacos de dormir y algunas cosas personales.
– ¡Esto es horrible! ¡No podemos salir de aquí! ¡Estamos solos y desamparados! – se lamentó Ana.
– No, Ana. No estamos solos. Estamos juntos. Y juntos vamos a salir de esta – le dije yo abrazándola.
– Sí, Ana. No pierdas la esperanza. Somos amigos. Y los amigos se ayudan – señaló Luis.
– Sí, Ana. No te rindas. Somos fuertes. Y los fuertes resisten – afirmó David.
– Sí, Ana. No te dejes vencer. Somos valientes. Y los valientes luchan – agregó Marta.
Seguimos buscando una salida hasta que nos cansamos y decidimos descansar un rato. Elegimos una sala que parecía más limpia y más segura que las demás. Era la biblioteca, donde había una chimenea apagada y unos sofás viejos y rotos. Extendimos los sacos de dormir en el suelo y nos sentamos en los sofás. Estábamos agotados y asustados, pero no podíamos dormir.
– ¿Qué vamos a hacer, chicos? ¿Cómo vamos a salir de aquí? – preguntó Ana.
– No lo sé, Ana. Pero tenemos que seguir intentándolo – le respondí yo.
– Sí, Ana. Pero tenemos que tener cuidado. No sabemos qué puede haber aquí – mencionó Luis.
– Sí, Luis. Y tenemos que estar unidos. No podemos separarnos – señaló David.
– Sí, David. Y tenemos que estar alerta. No podemos bajar la guardia – agregó Marta.
De repente, oímos unos pasos en las escaleras que daban a la biblioteca.
– ¿Qué es eso? ¿Quién anda ahí? – preguntó Luis asustado.
– No lo sé, Luis. Pero no me gusta nada – comenté.
– Ni a mí – añadió Ana.
– Ni a mí – dijo David.
– Ni a mí – agregó Marta.
Nos quedamos en silencio, esperando a ver quién o qué era lo que se acercaba. Los pasos se hicieron más fuertes y más rápidos, hasta que llegaron a la puerta de la biblioteca. La puerta se abrió de golpe y apareció una figura en la oscuridad. Era el fantasma del castillo.
– ¡Aaaah! ¡Es el fantasma! – gritó Ana.
– ¡No puede ser! ¡Es imposible! – añadió David.
– ¡Es una broma! ¡Es una broma! – exclamó Luis.
– ¡No es ninguna broma! ¡Es real! ¡Es el fantasma de San Servando! – afirmó Marta.
El fantasma entró en la biblioteca y se dirigió hacia nosotros. Nosotros nos levantamos de los sofás y retrocedimos hasta la pared. El fantasma se acercó más y más, hasta que estuvo a pocos metros de nosotros. Entonces, levantó el brazo y nos señaló con el dedo. Su voz resonó en la sala con un tono grave y amenazador.
– Intrusos. Habéis profanado mi castillo. Habéis perturbado mi descanso. Habéis desafiado mi poder. Ahora vais a pagar por vuestro atrevimiento. Os voy a matar a todos.
– ¡No, por favor, no! ¡Perdónanos, por favor, perdónanos! – suplicó Ana.
– ¡No, por favor, no! ¡Déjanos ir, por favor, déjanos ir! – rogó David.
– ¡No, por favor, no! ¡Esto es un error, por favor, esto es un error! – exclamó Luis.
– ¡No, por favor, no! ¡Esto es una locura, por favor, esto es una locura! – grité yo.
En ese momento, el fantasma soltó una risa gutural y desapareció en el aire. Nos quedamos allí, paralizados y desconcertados por lo que acabábamos de presenciar.
– ¿Qué… qué ha pasado? ¿Dónde se fue? – preguntó Ana con la voz temblorosa.
– No lo sé. Pero algo no va bien aquí – respondió Marta, mirando a su alrededor con nerviosismo.
Decidimos salir de la biblioteca y seguir buscando una forma de salir del castillo. Mientras explorábamos los pasillos, notamos que la atmósfera se volvía más opresiva y siniestra. Oímos risas lejanas y murmullos inquietantes, pero no pudimos identificar de dónde provenían.
Después de un rato, llegamos a una sala oscura y polvorienta. Al encender nuestras linternas, vimos algo que heló nuestra sangre: en las paredes estaban colgados objetos extraños y grotescos, como instrumentos de tortura antiguos y cadenas oxidadas.
– ¿Qué es esto? – preguntó David, horrorizado.
– No lo sé, pero no me gusta nada. Esto no puede ser real – murmuró Luis, con la mirada fija en los objetos macabros.
De repente, las luces parpadearon y se apagaron. La sala quedó sumida en la oscuridad total. Escuchamos pasos acercándose lentamente. Cuando las luces se encendieron de nuevo, nos encontramos con una visión escalofriante: estábamos rodeados por un grupo de personas con máscaras y capuchas, vestidos con túnicas negras.
– ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren de nosotros? – pregunté con voz temblorosa.
Las figuras encapuchadas no respondieron. En cambio, uno de ellos sacó un cuchillo largo y afilado. El miedo se apoderó de nosotros mientras retrocedíamos, pero nos dimos cuenta de que estábamos atrapados.
– ¿Dónde estamos? ¿Qué está pasando? – gritó Ana, al borde de las lágrimas.
La voz distorsionada resonó en la sala, un eco siniestro que cortaba el aire. «Bienvenidos al juego. La partida acaba de empezar», pronunció el encapuchado, cuyas palabras dejaron un rastro de escalofríos en la espina dorsal de cada uno de nosotros. En ese momento, la atmósfera cambió por completo; la tensión se volvió tangible, y el aire se llenó de un presentimiento oscuro y aterrador.
Como si obedecieran a una orden muda, los encapuchados se cerraron a nuestro alrededor, una muralla de sombras siniestras que nos forzó a arrodillarnos en el suelo de la sala. Nos dimos cuenta de que estábamos atrapados en un macabro juego, donde la vida y la muerte eran las piezas en movimiento.
La realidad se volvió aún más perturbadora cuando comprendimos que no éramos presas de un espectro paranormal, sino víctimas de individuos despiadados, psicópatas que encontraban placer en infligir sufrimiento. Sus rostros estaban ocultos tras máscaras y capuchas, sumiendo sus identidades en la oscuridad.
En la sala envuelta en una penumbra macabra, los encapuchados desataron su tormento con una precisión cruel y metódica. Las luces tenues arrojaban sombras grotescas sobre las paredes, amplificando la intensidad de la atmósfera opresiva. El sonido de cadenas tintineaba ominosamente mientras arrastraban instrumentos de tortura al centro de la sala, creando una escenografía de pesadilla.
Los primeros tormentos físicos comenzaron con una frialdad que helaba la sangre. Grilletes crujían al cerrarse, y esposas metálicas aprisionaban nuestras extremidades con una firmeza despiadada. La mordaza de cuero asfixiaba cualquier grito antes de que pudiera escapar. Golpes, patadas y látigos desgarraban el aire, marcando el compás sádico de una danza macabra.
Las cámaras, como testigos fríos e impasibles, grababan cada detalle de nuestra desesperación. Los encapuchados se deleitaban en la angustia reflejada en nuestros ojos, capturando cada gemido agonizante, cada súplica desesperada y cada lágrima derramada como trofeos de su malevolencia. La crudeza de los primeros planos dejaba en evidencia el sufrimiento que nos sumía en un abismo sin fondo.
El hedor del miedo saturaba el aire mientras las paredes del castillo absorbían los ecos de nuestros gritos de dolor. El sonido de huesos fracturándose se mezclaba con el retumbar de risas despiadadas, creando una cacofonía infernal que resonaba en la sala como un eco de la perdición.
En la penumbra, presenciamos impotentes cómo la vida abandonaba los cuerpos de nuestros amigos. Los encapuchados, como marionetistas de la muerte, tejían su cruel danza de destrucción. Cada grito de desesperación se convertía en una nota discordante que se entrelazaba con las risas malévolas de los asesinos, componiendo una sinfonía de horror que dejaría una cicatriz imborrable en nuestras mentes.
La oscuridad, que se había cernido sobre nosotros desde el comienzo, se volvía más densa con cada segundo. La esperanza, una llama titilante en la negrura, se desvanecía como una vela consumiéndose hasta extinguirse por completo. La sala se convirtió en una cárcel de pesadilla donde el tiempo parecía detenerse, atrapándonos en un bucle interminable de sufrimiento y desesperación.
Finalmente, tras horas que se extendían como sombras eternas, conseguí despojarme de las cuerdas que aprisionaban mis extremidades. Cada nudo deshecho liberaba una oleada de agonía y desesperación, y corrí desesperado por los corredores sumidos en la oscuridad del castillo. Las risas malévolas, que parecían resonar desde las propias entrañas de la fortaleza, quedaron atrás junto a la sala de tormentos. Sin embargo, la pesadilla que nos envolvía estaba lejos de llegar a su macabro fin.
Al penetrar en la siguiente estancia, me enfrenté a un paisaje dantesco que congeló la sangre en mis venas. Mis compañeros, antes víctimas de los caprichos sádicos, descansaban en un abanico de sufrimientos inimaginables. Mi amada Ana, sujeta por cadenas que la mantenían erguida, se erguía como un frágil espectro de la muerte. No podía detenerme para verificar su estado, pero la atmósfera pesaba con la incertidumbre de su destino.
Marta se encontraba inmersa en una representación grotesca de desangramiento. Su figura, aprisionada en un potro de tortura, oscilaba entre la lúgubre línea que separa la vida de la muerte, mientras el carmesí líquido se escapaba de sus heridas abiertas.
Luis, cuya risa y alegría ahora solo existían como susurros en el viento, descansaba sin vida sobre una mesa de tortura. Su figura desmembrada, como una obra maestra macabra, evocaba la desesperación que había experimentado hasta su último aliento.
En una esquina, David colgaba desnudo de los pies, su cuerpo balanceándose en un rítmico compás de horror. La piel pálida resplandecía en la penumbra, una obra grotesca suspendida entre la inconsciencia y la posible muerte. La cruel paleta de sufrimiento que se desplegaba ante mí dejó claro que los verdugos se habían tomado un siniestro descanso, dejándonos a merced de las tinieblas del castillo.
El aire frío de la noche me envolvió cuando finalmente salí al exterior. Corrí sin mirar atrás, llevando conmigo el peso de la angustia y el lamento por los amigos que habíamos perdido en aquel castillo maldito. La libertad sabía agridulce, ya que las sombras de aquella experiencia dejaron una marca imborrable en mi mente, recordándome que, incluso fuera de aquel macabro juego, la oscuridad seguía acechando en las sombras.
Con el corazón acelerado y el alivio de la libertad mezclado con el peso de la culpa, recordé con pesar que Ana, mi novia, aún podía estar viva entre aquellos muros. Pero el terror, como un veneno que corría por mis venas, me obligó a seguir adelante, abandonando a mis amigos, y a ella, en el oscuro laberinto del castillo. La insoportable incertidumbre de su destino y el tormento de no haber podido hacer más se convirtieron en sombras más oscuras que cualquier rincón del castillo abandonado.
Cuando encontré ayuda y llevé a la policía al lugar, el castillo estaba vacío. No quedaba rastro de los psicópatas ni de los horrores que habíamos presenciado. La investigación continuó, pero las autoridades no lograron encontrar evidencias que respaldaran nuestra historia. Cada noche, desde entonces, las sombras del castillo invaden mis sueños, recordándome la carga de la culpa y la pérdida que llevé conmigo, incluso cuando la realidad insiste en negar la verdad que vivimos.
Hoy, atormentado aún por las imágenes de aquella noche infernal, me cuestiono si verdaderamente logré escapar o si el castillo de San Servando continúa siendo escenario de atrocidades ocultas. La verdad se ha desvanecido en las sombras de aquel recinto maldito, dejando únicamente la memoria de amigos perdidos y el eco perturbador de risas en mi mente.
Recientemente, mi angustia ha encontrado un nuevo capítulo siniestro. He recibido un perturbador video, una macabra muestra de que la pesadilla no ha concluido. En la pantalla, el semblante de Ana, aunque demacrado, aún parece luchar por la vida. Un encapuchado, voz distorsionada resonando en la habitación, me imparte una ominosa condición: si deseo que Ana continúe con un hilo de existencia, debo regresar al castillo de San Servando sin informar a nadie, y tengo apenas dos horas para hacerlo.
Mis manos tiemblan mientras escribo estas líneas, y mi mente se nubla con el terror que acecha en cada palabra. No sé qué destino me espera en el castillo de San Servando, pero la necesidad de salvar a Ana supera mi miedo. Si no regreso, que estas palabras sirvan como testimonio de los horrores que enfrentamos y de la oscura verdad que acecha en las sombras del castillo abandonado. Que la luz de la verdad algún día disipe las tinieblas que ocultan la realidad de aquella noche infernal.