El doble de la santa compaña

El escritor se llamaba Álvaro, y había viajado a Galicia con la intención de documentarse sobre la santa compaña, una procesión de almas en pena que recorría los caminos de la noche, anunciando la muerte a los vivos. Álvaro tenía la idea de escribir una novela de terror basada en esa leyenda, y quería conocer de primera mano los testimonios de los lugareños que habían visto u oído a la santa compaña.

Se hospedó en una casa rural, regentada por una anciana llamada Doña Carmen, que le acogió con amabilidad y le ofreció una habitación cómoda y limpia. Álvaro le preguntó si sabía algo sobre la santa compaña, y la anciana asintió con una sonrisa.

– Claro que sí, hijo. Yo misma he visto a la santa compaña muchas veces. Es una cosa que no se olvida. Te puedo contar muchas historias, si quieres.

Álvaro se sintió fascinado por la oferta de la anciana, y aceptó encantado. Doña Carmen le invitó a sentarse junto al fuego, y le sirvió una taza de té. Luego, empezó a relatarle sus experiencias con la santa compaña, con una voz dulce y tranquila, pero que transmitía un escalofrío al oyente.

– La santa compaña es una procesión de almas en pena, que salen de los cementerios al anochecer, y recorren los caminos y las aldeas, buscando a los que van a morir pronto. Van vestidos con túnicas blancas, y llevan velas encendidas, que solo ellos pueden ver. Van en silencio, pero se oye el sonido de sus pasos y el crujir de sus huesos. El que va al frente de la procesión es un vivo, que está poseído por un espíritu maligno, y que lleva una cruz y un caldero de agua bendita. Ese es el que marca el camino, y el que señala las casas de los que van a morir. Si te cruzas con la santa compaña, tienes que apartarte y rezar, porque si no, te pueden llevar con ellos, o te pueden dejar enfermo o loco.

Álvaro escuchaba con atención y asombro las palabras de la anciana, que le contó varios casos de personas que habían visto o sufrido las consecuencias de la santa compaña. Le habló de un vecino que se había encontrado con la procesión, y que había quedado mudo y paralítico. Le habló de una niña que había salido a buscar leña, y que había vuelto con el pelo blanco y los ojos vacíos. Le habló de un cura que había intentado bendecir a la santa compaña, y que había caído fulminado por un rayo.

Álvaro tomaba notas en su libreta, y le hacía preguntas a la anciana, que le respondía con paciencia y detalle. Álvaro se sentía cada vez más intrigado y atraído por la leyenda, y pensaba que tenía material suficiente para escribir una novela de éxito. Pero también sentía una curiosidad morbosa, y una tentación irresistible. Quería ver a la santa compaña con sus propios ojos.

– Doña Carmen, ¿usted sabe dónde y cuándo sale la santa compaña? – le preguntó.

– Sí, hijo, lo sé. Pero no te lo voy a decir. Es muy peligroso, y no quiero que te pase nada malo. Además, no creo que te sirva de nada. La santa compaña no se deja ver por cualquiera. Solo se muestra a los que tienen algún vínculo con ella, o a los que están marcados por la muerte. Tú no eres de aquí, y no tienes nada que ver con la santa compaña. Lo mejor que puedes hacer es olvidarte de ella, y dedicarte a escribir tu novela con lo que ya sabes.

Álvaro insistió, pero la anciana se negó a revelarle el secreto de la santa compaña. Le dijo que ya era tarde, y que debían irse a dormir. Le deseó buenas noches, y le acompañó hasta su habitación. Álvaro se acostó, pero no pudo conciliar el sueño. Seguía pensando en la santa compaña, y en lo que daría por verla. Se levantó de la cama, y cogió su libreta y su linterna. Decidió salir a explorar los alrededores, y confiar en su suerte. Tal vez, si se alejaba lo suficiente de la casa, encontraría algún indicio de la santa compaña. Tal vez, si se escondía en algún lugar, podría observarla sin ser visto. Tal vez, si se atrevía a seguirla, podría descubrir sus secretos.

Salió de la habitación, y se dirigió a la puerta de la casa. La abrió con cuidado, y salió al exterior. La noche era oscura y fría, y el silencio solo se rompía por el ulular del viento y el aullar de los lobos. Álvaro se envolvió en su abrigo, y encendió su linterna. Se alejó de la casa, y se adentró en el bosque. Caminó durante un rato, sin rumbo fijo, buscando algún signo de la santa compaña. No vio nada, solo árboles, piedras y sombras. Estaba a punto de rendirse, cuando oyó un sonido que le heló la sangre. Era el sonido de unos pasos, que se acercaban por el camino. Álvaro se escondió detrás de un árbol, y apagó su linterna. Esperó con el corazón en un puño, y con la libreta en la mano. Lo que vio a continuación le dejó sin aliento.

Era la santa compaña.

La procesión de almas en pena avanzaba lentamente por el camino, iluminada por unas velas que solo ellos podían ver. Álvaro podía distinguir sus rostros pálidos y sus ojos vacíos, sus túnicas blancas y sus manos huesudas. Podía oír el crujir de sus huesos y el silbido de su aliento. Podía sentir el frío de su presencia y el olor de su muerte. Álvaro se quedó paralizado, sin poder apartar la vista de la santa compaña. Contó una docena de figuras, que se movían con una cadencia sobrenatural. Al frente de la procesión, iba un hombre, que llevaba una cruz y un caldero de agua bendita. Álvaro reconoció al hombre, y se quedó petrificado. Era él mismo.

Álvaro no podía creer lo que veía. ¿Cómo era posible que él fuera el que guiaba a la santa compaña? ¿Qué significaba aquello? ¿Acaso estaba soñando, o alucinando? ¿O acaso estaba muerto, y no lo sabía? Álvaro sintió un terror indescriptible, y una angustia insoportable. Quiso gritar, pero no pudo. Quiso huir, pero no pudo. Quiso despertar, pero no pudo. Solo pudo mirar, con horror, cómo la santa compaña se acercaba cada vez más a él, y cómo su otro yo le miraba con una sonrisa malévola.

– Hola, Álvaro – le dijo su otro yo, con una voz que era la suya, pero que sonaba distorsionada y siniestra. – Me alegro de que hayas venido. Te estaba esperando.

– ¿Qué? ¿Quién eres? ¿Qué quieres? – balbuceó Álvaro, sin entender nada.

– Soy tú, Álvaro. O mejor dicho, soy lo que queda de ti. Soy el que ha estado poseído por la santa compaña, desde que llegaste a esta casa. Soy el que ha estado engañándote, y manipulándote, para que hicieras lo que yo quería. Soy el que te ha traído hasta aquí, para que te unas a nosotros. Para que seas uno de nosotros.

– ¿Qué? ¿De qué hablas? ¿Qué me has hecho? – preguntó Álvaro, aterrado.

– Te lo explicaré, Álvaro. Todo empezó cuando llegaste a esta casa, y conociste a Doña Carmen. Ella no es una anciana inocente, sino una bruja, una de las que sirven a la santa compaña. Ella fue la que me poseyó, y la que me dio el poder de controlar tu mente. Ella fue la que te hizo creer que yo era tú, y que tú eras yo. Ella fue la que te hizo seguir sus historias, y sus consejos. Ella fue la que te hizo salir de la casa, y venir a este lugar. Todo formaba parte de su plan, de su ritual. Ella quería ofrecerte a la santa compaña, como un sacrificio, como una ofrenda. Ella quería que tomaras mi lugar, y que yo tomara el tuyo. Ella quería que fueras el nuevo guía de la santa compaña, y que yo fuera el nuevo escritor.

– ¿Qué? ¿Estás loco? ¿Cómo puedes decir eso? ¿Cómo puedes hacerme esto? – exclamó Álvaro, incrédulo y furioso.

– No estoy loco, Álvaro. Estoy liberado. Liberado de la maldición de la santa compaña, que me ha atormentado durante años. Liberado de la esclavitud de Doña Carmen, que me ha usado como un títere. Liberado de la vida de un escritor fracasado, que no ha conseguido nada. Ahora, tengo la oportunidad de empezar de nuevo, de vivir una vida mejor, de escribir una novela de éxito. Y todo gracias a ti, Álvaro. Gracias por ser tan ingenuo, tan curioso, tan ambicioso. Gracias por ser el candidato perfecto para la santa compaña. Gracias por ser mi salvación.

– No, no, no. No puedes hacerme esto. No puedes robarme mi vida. No puedes dejarme aquí. No puedes irte con mi novela. No puedes… – protestó Álvaro, desesperado.

– Claro que puedo, Álvaro. Y lo voy a hacer. Ya lo he hecho. Mira, aquí tengo tu libreta, con todas tus notas, con todas tus ideas, con todo tu trabajo. Es mía ahora. Y también lo es tu identidad, tu dinero, tu coche, tu casa, tu novia. Todo es mío ahora. Y tú, tú no eres nadie. Eres solo un alma en pena, condenada a vagar por la noche, condenada a servir a la santa compaña, condenada a morir cada noche, y a renacer cada día. Ese es tu destino, Álvaro. Y no hay escapatoria.

– No, por favor, no. Ten piedad, ten compasión, ten misericordia. Déjame ir, déjame vivir, déjame escribir. Por favor, por favor, por favor… – suplicó Álvaro, llorando.

– Lo siento, Álvaro. Pero no puedo. No quiero. Es demasiado tarde. Ya está hecho. Ya es hora. La santa compaña me espera. Y a ti también. Adiós, Álvaro. Que tengas una buena noche. Una buena noche de terror.

Dicho esto, su otro yo se dio la vuelta, y se unió a la santa compaña, que le recibió con una ovación. Álvaro se quedó solo, en el bosque, sin poder moverse, sin poder hablar, sin poder pensar. Solo pudo sentir, como la santa compaña se acercaba a él, y le rodeaba. Solo pudo ver, como las velas se apagaban, y la oscuridad se hacía. Solo pudo oír, como una voz le decía:

– Bienvenido, Álvaro. Bienvenido a la santa compaña.

El doble de la santa compaña

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