La figura de cera

Entré en la tienda de antigüedades por pura curiosidad. Me gustaba pasear por el casco antiguo de la ciudad y descubrir sus rincones ocultos. La tienda estaba en una callejuela estrecha y sombría, casi sin transeúntes. El cartel decía “El viejo templo”. Me pareció un nombre intrigante.

Al cruzar el umbral, me invadió un olor a polvo y a moho. La tienda era pequeña y estaba abarrotada de objetos de todo tipo: muebles, cuadros, libros, joyas, juguetes, etc. Todo parecía viejo y desgastado por el tiempo. El ambiente era opresivo y silencioso. Solo se oía el tic-tac de un reloj de pared.

Me acerqué al mostrador, donde había un hombre mayor sentado en una silla. Tenía el pelo blanco y la cara arrugada. Vestía un traje oscuro y una corbata roja. Me miró con una sonrisa amable.

– Buenas tardes, señor. Bienvenido a El viejo templo. ¿En qué puedo ayudarle? -me dijo con voz ronca.

– Buenas tardes. Solo estoy echando un vistazo. Me gustan las antigüedades -le respondí.

– Pues ha venido al lugar adecuado. Aquí encontrará verdaderas joyas del pasado. Si quiere, puedo enseñarle algunas de las piezas más interesantes que tengo.

– Gracias, pero prefiero mirar por mi cuenta.

– Como usted quiera. Si necesita algo, no dude en preguntarme.

Me alejé del mostrador y empecé a recorrer la tienda con la mirada. Había tantas cosas que no sabía por dónde empezar. Me sentía como un niño en una juguetería. De pronto, algo llamó mi atención. Era una figura de cera que estaba sobre una mesa, junto a una lámpara. Era una mujer joven, de unos veinte años, vestida con un traje blanco y un sombrero con plumas. Tenía el pelo rubio recogido en un moño y los ojos azules. Su expresión era seria y melancólica.

Me acerqué a la figura y la observé con detenimiento. Era increíblemente realista. Parecía una persona viva que se hubiera quedado inmóvil. Me quedé hipnotizado por su belleza. Sentí una extraña atracción hacia ella, como si fuera un imán.

– ¿Le gusta? -me preguntó el vendedor, que se había acercado sigilosamente.

– Sí, es preciosa. ¿Qué es? ¿Una muñeca?

– No, señor. Es una figura de cera. Una obra de arte. Fue hecha por un famoso escultor francés a principios del siglo XX. Se dice que se inspiró en su amante, que murió de forma trágica.

– ¿De verdad? ¿Qué le pasó?

– Se suicidó. Se tiró por la ventana de su apartamento. Al parecer, el escultor la había abandonado por otra mujer. Él se sintió tan culpable que decidió hacerle este homenaje. Le dio su misma apariencia, su misma ropa, su mismo perfume. Quería conservarla para siempre.

– Qué historia tan triste y romántica. ¿Y cómo llegó esta figura hasta aquí?

– Bueno, eso es un misterio. Se dice que el escultor la guardaba en su estudio, pero que un día desapareció sin dejar rastro. Nadie sabe qué fue de ella durante años, hasta que un día apareció en una subasta en París. Yo la compré hace unos meses, porque me pareció una pieza única y valiosa.

– ¿Y cuánto vale?

– No tiene precio, señor. Es una obra maestra. Pero si usted está interesado, podría hacerle una oferta especial.

No sé qué me pasó por la cabeza, pero sentí que tenía que tener esa figura. Era como si ella me lo pidiera con su mirada triste. No me importaba el dinero, ni el espacio, ni el sentido común. Solo quería llevármela a casa y cuidarla.

-Está bien, me la quedo. ¿Cuánto quiere por ella?

– Pues… digamos que unos mil euros.

– Hecho. – Conteste sin plantearme como podía ser tan barata una pieza sin valor, una obra maestra según el mismo dueño de la tienda.

Saqué la cartera y le pagué al vendedor, que me miró con una mezcla de sorpresa y satisfacción. Me ayudó a envolver la figura con cuidado y me la entregó.

– Muchas gracias, señor. Ha hecho usted una buena compra. Espero que disfrute de su nueva adquisición.

– Gracias a usted. Adiós.

Salí de la tienda con la figura en brazos y me dirigí a mi coche. La acomodé en el asiento trasero y arranqué el motor. Mientras conducía hacia mi casa, no podía dejar de mirarla por el retrovisor. Sentía una extraña felicidad y una leve inquietud al mismo tiempo.

Llegué a mi casa y entré con la figura. La llevé hasta mi habitación y la coloqué sobre la cama. La desempaqueté con delicadeza y la admiré de nuevo. Era tan hermosa… Me acerqué a ella y le acaricié el rostro. Estaba frío y duro, pero parecía suave y tierno. Le besé los labios y le susurré al oído:

– No te preocupes, mi amor. Ya no estás sola. Yo te cuidaré y te haré feliz.

De repente, sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Algo no iba bien. Noté un movimiento a mi lado y me aparté asustado. La figura había abierto los ojos y me miraba fijamente con una expresión de horror. Abrió la boca y emitió un grito agudo y desgarrador que me heló la sangre.

– ¿Qué haces? ¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí? -me dijo con voz angustiada.

Me quedé paralizado, sin poder creer lo que estaba pasando. La figura me hablaba, como si fuera una persona viva.

– No tengas miedo, soy yo, tu admirador, tu dueño, tu amante -le dije, tratando de calmarla.

– ¿Mi admirador? ¿Mi dueño? ¿Mi amante? No sé de qué hablas. No te conozco. Déjame en paz -me dijo, tratando de alejarse de mí.

– No digas eso, por favor. Te quiero, te adoro, te necesito. Eres mía, solo mía -le dije, acercándome a ella.

– No, no soy tuya. Soy de él, de mi amado, de mi creador. -me dijo, señalando un colgante que llevaba al cuello.

Miré el colgante y vi que era una medalla con una inscripción: “A Margot, con amor eterno, Jean”. Recordé lo que me había dicho el vendedor sobre el escultor francés que se había inspirado en su amante para hacer la figura.

– ¿Margot? ¿Jean? ¿De qué habla? -le pregunté, confundido.

– Habla de mi verdadero nombre y de mi verdadero amor. El hombre que me dio la vida y que me hizo feliz. El hombre que me abandonó por otra mujer y que me dejó morir. -me dijo, con lágrimas en los ojos.

-¿Morir? ¿Qué quieres decir? -le pregunté, asustado.

– Quiero decir que yo no soy una figura de cera. Soy una mujer de carne y hueso. Una mujer asesinada por traición y que fue convertida en cera por una maldición. -me dijo, con voz grave.

– ¿Una maldición? ¿Qué maldición? -le pregunté, incrédulo.

– La maldición del viejo templo. El lugar donde Jean me encontró y me enamoró. El lugar donde se escondía el secreto de la vida eterna -me dijo, con voz misteriosa.

– ¿El viejo templo? ¿El nombre de la tienda? ¿Qué tiene que ver eso? -le pregunté, intrigado.

– Tiene que ver todo. El viejo templo era un antiguo santuario dedicado a una diosa pagana. Una diosa cruel y caprichosa que exigía sacrificios humanos a cambio de favores. Una diosa que se enamoró de Jean y que le ofreció el don de la inmortalidad -me dijo, con voz temblorosa.

– ¿Y qué pasó? -le pregunté, fascinado.

– Pasó que Jean aceptó el don, pero solo para él. No quiso compartirlo conmigo. Me manifestó su amor, pero que no quería que yo sufriera el peso de la eternidad. Si claro no quería que yo sufriera el peso de la eternidad pero me confino en una estatua para ver el paso de la eternidad. Me afirmó que me haría un regalo, una obra de arte que me inmortalizaría. Me dijo que me llevaría al viejo templo, donde me haría eterna, conservaría mi misma apariencia, mi misma ropa y mí mismo perfume. Me aseguró que me conservaría para siempre junto a el. – Terminó de decir, con voz amarga.

– ¿Y tú qué hiciste? -le pregunté, conmovido.

– Yo le creí. Le seguí al viejo templo, donde me esperaba la diosa. Allí me hizo el regalo más horrible que se puede imaginar. Me quitó la vida y me convirtió en cera. Me robó el alma y la encerró en esta medalla. Me condenó a una existencia vacía y sin sentido. – Confesó con voz desesperada.

– Qué horror… Qué monstruo… -me compadecí de ella.

– Sí, un horror, un monstruo. Pero no solo él. También tú. Tú que me has comprado como si fuera un objeto. Tú que me has traído a tu casa como si fuera un trofeo. Tú que me has besado y me has susurrado palabras de amor que no sientes. Tú que me has profanado y me has ofendido. – Me acusó, con voz furiosa.

– No, no es verdad. Yo no soy un monstruo. Yo no sabía nada de esto. Yo solo te admiraba, te quería, te respetaba -le dije, defendiéndome.

– Mentiras, mentiras, mentiras. No me admiras, ni me quieres, ni me respetas. Solo me usas, me manipulas, me engañas. Eres igual que él, igual que todos los hombres. Eres un egoísta, un cruel, un infiel. – Contestó, con voz acusadora.

– No, no lo soy. Por favor, cálmate. Podemos hablar, podemos entendernos -le dije, suplicante.

– No, No hay nada que hablar, ni nada que entender. Todo está claro, solo hay una cosa que hacer: vengarme. Vengarme de ti, de él, de todos los que me han hecho daño -me dijo, con voz decidida.

– ¿Vengarte? ¿Cómo? ¿Qué vas a hacer? -le pregunté, aterrado.

– Vas a verlo ahora mismo -me dijo, con una sonrisa malvada.

Entonces se levantó de la cama y se abalanzó sobre mí. Me agarró por el cuello y me apretó con fuerza. Sentí su aliento helado en mi cara y su mirada ardiente en mis ojos. Intenté zafarme de su agarre, pero fue inútil. Era más fuerte de lo que parecía.

– Me vas a acompañar al viejo templo. Allí te voy a ofrecer como sacrificio a la diosa. Allí te voy a quitar la vida y te voy a convertir en cera. Allí te voy a conservar para siempre. Estaremos juntos como quieres para toda la eternidad.

Me quedé sin aire y sin fuerzas. Sentí cómo se me nublaba la vista y se me escapaba el alma. Lo último que vi fue su rostro triunfante y cruel.

La figura de cera

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