La noche de difuntos

Era la noche del 31 de octubre, la noche de difuntos, cuando Carlos y Laura decidieron acampar en un bosque cercano a unas ruinas que habían descubierto en su viaje por Andalucía. Eran una pareja de aventureros que les gustaba explorar lugares misteriosos y desconocidos, y aquel sitio les había llamado la atención por su aspecto sombrío y solitario.

Llegaron al bosque al atardecer, y montaron su tienda de campaña en un claro junto a un arroyo. Encendieron una hoguera para calentarse y prepararon una cena sencilla con lo que llevaban en sus mochilas. Mientras comían, hablaban de las ruinas que habían visto, y se preguntaban qué historia tendrían.

—Según el mapa, se trata de una antigua ermita del siglo XV, que fue abandonada después de un incendio — comentó Carlos, consultando su teléfono móvil—. Parece que era un lugar de culto muy importante, pero también se dice que aquí se practicaban ritos paganos y sacrificios humanos.

— ¡Qué horror! —exclamó Laura, estremeciéndose—. ¿Y no te da miedo dormir tan cerca de ese lugar?

—No, al contrario, me da curiosidad. Mañana podemos ir a verlo con más detalle, a ver si encontramos algo interesante.

—Bueno, pero esta noche no te alejes mucho de la tienda, no vaya a ser que nos encontremos con algún fantasma o alguna secta satánica —bromeó Laura.

—No te preocupes, amor, yo te protegeré de cualquier mal —dijo Carlos, abrazándola y besándola.

Terminaron de cenar y se metieron en la tienda, dispuestos a pasar una noche tranquila y romántica. Sin embargo, no sabían que sus planes iban a verse truncados por una terrible sorpresa.

A medianoche, Carlos se despertó sobresaltado por un ruido extraño. Parecía el sonido de unos cánticos lejanos, mezclados con gritos y lamentos. Se levantó con cuidado, sin despertar a Laura, y salió de la tienda para averiguar qué era lo que ocurría.

Lo que vio le heló la sangre. A unos cien metros de distancia, en el centro de las ruinas, había un grupo de personas vestidas con túnicas negras y capuchas rojas, que formaban un círculo alrededor de un altar. Sobre el altar había una figura humana atada y amordazada, que se retorcía con angustia. En el suelo había velas negras y símbolos extraños dibujados con sangre. Y en el aire se escuchaba una voz grave y gutural que recitaba unas palabras incomprensibles.

Carlos se quedó paralizado por el terror. No podía creer lo que estaba viendo. Era una escena digna de una película de terror, pero era real. Estaba presenciando un ritual satánico en plena noche de difuntos.

Sin saber qué hacer, sacó su teléfono móvil y trató de llamar a la policía. Pero no tenía cobertura. Estaba solo y sin ayuda en medio del bosque.

De repente, uno de los encapuchados se dio cuenta de su presencia y señaló hacia él con un dedo acusador. Los demás se giraron y lo miraron con odio. Carlos sintió un escalofrío al ver sus ojos rojos como el fuego.

—¡Un intruso! —gritó el líder del grupo—. ¡Capturadlo!

Los encapuchados salieron corriendo hacia él con cuchillos en sus manos. Carlos reaccionó instintivamente y echó a correr hacia la tienda. Tenía que despertar a Laura y escapar de allí cuanto antes.

Llegó a la tienda y entró a toda prisa. Laura estaba durmiendo plácidamente, ajena al peligro.

—¡Laura! ¡Laura! ¡Despierta! ¡Tenemos que irnos! —gritó Carlos, zarandeándola.

Laura se despertó sobresaltada y lo miró con confusión.

—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? —preguntó, asustada.

—No hay tiempo de explicar. Hay una secta satánica que nos quiere matar. Tenemos que salir de aquí ahora mismo.

Laura no entendía nada, pero vio el pánico en los ojos de Carlos y se levantó rápidamente. Cogió su mochila y salió de la tienda con él.

Pero era demasiado tarde. Los encapuchados ya habían llegado al claro y los rodearon por todos lados. No había escapatoria.

—¡No! ¡Déjennos en paz! ¡Socorro! —gritaban Carlos y Laura, aterrorizados.

Los encapuchados se abalanzaron sobre ellos y los sujetaron con fuerza. Los arrastraron hacia las ruinas, mientras ellos se resistían y pedían auxilio.

—¡No nos hagan daño! ¡Por favor! ¡Somos inocentes! —suplicaban.

Pero nadie los escuchaba. Nadie los ayudaba. Estaban solos y a merced de sus captores.

Los llevaron hasta el altar, donde el líder del grupo los esperaba con una sonrisa malévola. Tenía en sus manos un cuchillo ensangrentado, con el que acababa de sacrificar a la víctima anterior.

—Bienvenidos, mis queridos invitados —dijo el líder con voz siniestra—. Habéis tenido la mala suerte de interrumpir nuestro ritual, pero también la buena fortuna de ser nuestras próximas ofrendas. Esta noche es especial, es la noche de difuntos, la noche en que el velo entre los mundos se hace más fino, y podemos invocar al gran señor de las tinieblas. Y para ello necesitamos sangre, mucha sangre. Vuestra sangre.

Carlos y Laura se miraron con horror. Sabían que iban a morir. Sabían que iban a sufrir. Sabían que nadie los iba a salvar.

El líder levantó el cuchillo y lo clavó en el pecho de Carlos, que soltó un grito desgarrador. Laura también gritó, pero nadie la oyó. El líder extrajo el corazón de Carlos y lo alzó al cielo, mientras los demás encapuchados coreaban su nombre.

—¡Hail Satan! ¡Hail Satan! ¡Hail Satan!

Luego, el líder se acercó a Laura y le hizo lo mismo. Laura sintió un dolor insoportable y luego una oscuridad infinita. Su último pensamiento fue para Carlos, su amor, su vida, su muerte.

El líder tomó el corazón de Laura y lo unió al de Carlos, formando un símbolo macabro. Luego lo colocó sobre el altar, junto a otros órganos humanos.

—Ya está hecho — Exclamó el líder con jubilo. —. ¡Ya tenemos todo lo necesario para completar el ritual! ¡Estos inocentes desgraciados han sido la guinda para nuestro ritual! ¡Ahora solo falta pronunciar las palabras sagradas y abrir la puerta al infierno!

Los encapuchados se pusieron en posición y comenzaron a recitar una invocación en latín. El aire se llenó de una energía maligna y el cielo se oscureció. Un viento helado sopló por el bosque y las velas se apagaron. Un silencio sepulcral se hizo en las ruinas.

Y entonces, se oyó una voz.

Una voz profunda y terrible, que resonó por todo el lugar.

Una voz que no era humana.

Una voz que no era de este mundo sino del otro mundo.

Una voz que decía:

—Yo soy Satanás, el señor de las tinieblas, el príncipe del mal, el rey del infierno. He oído vuestra llamada y he aceptado vuestra ofrenda. Ahora os concederé vuestro deseo: seréis mis siervos eternos en mi reino de fuego y dolor. Venid a mí, mis hijos, venid a mí…

Y una grieta se abrió en el suelo, de donde salió una llamarada infernal que engulló a los encapuchados, que gritaron de placer y de agonía al mismo tiempo.

Y nadie más volvió a saber de ellos.

Ni de Carlos y Laura.

Ni de las ruinas malditas.

Ni de los encapuchados.

La noche de difuntos

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